En la cultura occidental popular no ha existido históricamente, ni existe, un concepto claro de lo que es la meditación al margen de las filosofías orientales. Esta práctica se ha manejado solamente en ciertos ámbitos filosóficos y cristianos muy reservados, que jamás han llegado al conocimiento del hombre y la mujer de la calle. Por eso el mundo occidental tuvo que esperar a que, en el siglo XIX, se importaran ciertas filosofías hinduistas de carácter pragmático, como el Yoga o el Budismo, para que se extendiera de una forma más clara el concepto y la necesidad de esta práctica. Este hecho histórico ha provocado la falsa sensación de que las técnicas de meditación son algo exclusivo y relativo a las filosofías orientales, y que no forman parte de una concepción teológica o filosófica más propia de Occidente. Los paradigmas filosófico-espirituales más extendidos en nuestra cultura son la visión clásica y la visión cristiana del mundo, cuya interpretación ha ido degenerando progresivamente con el curso de la historia, tal y como el agua pierde su pureza a medida que se aleja de su fuente original. En este proceso degenerativo, la interpretación convencional del paradigma grecolatino transmite una concepción esencialmente teórico-dialéctica de la espiritualidad, identificando el desarrollo filosófico del ser humano con el hecho de saber hablar con fluidez de diferentes sistemas de pensamiento; la interpretación convencional del paradigma cristiano transmite una concepción extremadamente dogmática fundada en la fé ciega, limitando la experiencia teológica a la vía de la oración vocal. Esto supone una dramática intelectualización de ambas visiones del mundo y la espiritualidad, que aleja a las personas de la aplicación operativa de principios filosóficos sobre el control de uno mismo. En su estado actual, ambos paradigmas tratan de hacer trascender por la vía del diálogo interior a sujetos cuya mediocridad espiritual consiste precisamente en ser incapaces de dejar de hablar en su cabeza. Pero originalmente ambos paradigmas eran filosofías místico-operativas que aunque no coincidían en su forma si lo hacían en su fondo, razón por la que los primeros cristianos formularon su filosofía sobre la base del platonismo medio y el neoplatonismo. La realidad es que en su auténtica naturaleza esotérica, tanto la tradición grecorromana como la judeocristiana se dirigían al conocimiento interno, es decir, el autoconocimiento y el autodominio como forma de realización interior, dejando el conocimiento tal cual lo concebimos actualmente, conocimiento científico por el estudio de objetos externos, en un segundo plano. Esto ha sido así porque el auténtico conocimiento consiste en el conocerse a sí mismo, lo que supone el desarrollo de la autoconciencia más que el estudio de libros, la comprensión de los conflictos internos del propio psiquismo y su relación con los problemas de la vida cotidiana, más que la lectura detallada de escrituras sagradas y obras filosóficas.
Esta es precisamente una de las grandes causas del extravío de la cultura occidental, el limitarse exclusivamente a lo intelectual, lo que ha llevado a abusar de la intelectualización dialéctica de la vía filosófica, así como de la verbalización recitativo-dogmática de la vía cristiana. Esto quiere decir que los dos ámbitos en los que el mundo occidental ha cultivado originalmente la meditación como una forma de quietud y silencio interior, han sido degenerados por esta manera de interpretar las prácticas filosóficas y teológicas, de una forma excesivamente teórica, dialéctica y lingüística. La imagen que el mundo académico da de los filósofos presocraticos es meramente científico-especulativa, sin dirigir por un momento la más mínima atención al hecho de que los contenidos de los escritos de estos filósofos son puramente místico-contemplativos dirigidos al conocimiento del Ser. Tampoco es conocido popularmente el hecho de que Sócrates era encontrado en ocasiones en trances meditativos, absolutamente inmóvil e interiorizado sin responder a estímulo o solicitud alguna de sus discípulos, ni las sutiles referencias platónicas al cultivo de la vigilia en la práctica filosófica. El platonismo ha sido interpretado en términos académicos, de una forma exclusivamente teórico intelectualista, cuando su auténtica naturaleza es de carácter místico operativa por la fuerte orientación órfico-pitagórica del filósofo, que ha querido ser ignorada. De hecho, además de la Escuela socrática mayor, la escuela platónica, las llamadas Escuelas socráticas menores son otro de los grandes focos occidentales de la filosofía de orientación operativa dirigida a la forja, el control y equilibrio de la mente superior del ser humano, más allá del nivel psícológico habitual, aplicando técnicas ascéticas que buscaban principalmente la suspensión de juicio y el acceso a estados contemplativos de orden espiritual. No existen actualmente escuelas estoicas en las que se practique la ataraxia como cultivo de la quietud y la paz interior; y un europeo culto ignora absolutamente la escuela de Plotino, creador del neoplatonismo, platonismo místico, que promulgaba como vía de conocimiento fiosófico prácticas contemplativas de supresión de los sentidos y el diálogo interior. Lo mismo podría decirse de Jesucristo, quién dejó claras parábolas acerca de la práctica de la vigilancia y la contemplación interior, en estados denominados de oración contemplativa, que no suelen ser promulgados habitualmente entre los adeptos. El hecho es que la meditación silenciosa ha sido la joya secreta de la cultura occidental, escondida originalmente en escuelas filosóficas del mundo antiguo, escuelas continuadoras de la doctrina órfica que, a su vez, fue heredera del hermetismo operativo del antiguo Egipto. Estas escuelas han sido la pitagórica, la socrático-platónica, la estoica, la neoplatónica, y los primeros grupos gnósticos paleocristianos. También hay que citar las hermandades dedicadas al judaísmo y el cristianismo monástico, como los llamados padres del desierto, y los Esenios, que se extendieron hasta el período antiguo tardío, o ya entrada la Edad Media las órdenes cistercienses y benedictinas entre otras, organizaciones dedicadas, todas ellas, a la práctica de la quietud, el recogimiento y la contemplación silenciosa.